La situación de los wayuu me ha venido incomodando a lo largo de estos años. Pero más que la realidad de su problemática el cinismo y la complicidad con la que algunos de los medios de comunicación han tratado el asunto es lo que más indigna y disgusta de todo.
Por favor, colegas, no seamos más partícipes de aquella politiquería que le ha vendido a la gente la idea de que los niños wayuu mueren por la cosmovisión indígena que les impide ir a los centros de salud tradicionales.
Pongamos más bien las palabras como son y dejémonos de eufemismos, porque los niños de la Guajira están muriendo por la incompetencia del Estado y las maniobras, ciertamente dudosas, del Cerrejón. Y no lo digo yo, lo certifica la Defensoría del Pueblo, que para el 2014 realizó un informe donde establece que alrededor de 37.000 casos de desnutrición infantil en la zona son totalmente previsibles de tener una mayor atención estatal.
También lo demuestran la seguidilla de tutelas y alegatos, e incluso la decisión de medidas cautelares que concedió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en diciembre de 2015, contra el Estado y el Cerrejón, donde advierten que la extracción de carbón a cielo abierto puede producir enfermedades respiratorias y daños medioambientales irreparables. Eso, sin mencionar las 27 fuentes hídricas que, según líderes locales, secaron por completo debido al proyecto de expansión de la multinacional.
Desde luego, todo esto no significa que no sea cierto que muchos adultos de la comunidad han retirado a los menores de los centros médicos, aún bajo la advertencia de grave estado de salud. Sin embargo, lo que también es cierto y vendría bien preguntarnos es por qué la crisis humanitaria se ha incrementado en los últimos años si las prácticas medicinales tradicionales wayuu habían sido autosuficientes para tratar, desde hace siglos ya, la mayoría de enfermedades de la etnia.
La única respuesta que encuentro a esta pregunta es que no hay poder humano ni sociedad alguna que pueda lidiar con el abandono, y mucho menos, con la falta de recursos básicos, como el agua. No hay medicina capaz de suplir el alimento y condiciones de salubridad dignas.
Así que de nuevo, lo que me molesta de todo esto no es tanto que se cuestione la capacidad de los indígenas de curar enfermedades tan graves como la tuberculosis o la malnutrición. Lo que realmente me enferma es que se esconda con esa fachada, además racista y sesgada, el problema real. Pues achacarle la muerte de sus hijos a las madres y familiares wayuu es, por donde se le mire, una frialdad irresponsable.
Solo en condiciones territoriales normales, con agua potable y garantías de cultivo y ganado, podríamos entrar a valorar los demás factores culturales que impiden el desarrollo óptimo infantil, si es que los hay. Pero, por ahora, sólo veo indiferencia, complicidad e irregularidad gubernamental para tratar una crisis que ellos mismos han fomentado.
Recientemente los wayuu marcharon, sosteniendo 41 ataúdes pequeños, por las calles de Riohacha, inconformes con dos situaciones particulares. Primero, la medida de la Fiscalía de judicializar a los padres de la etnia que “dejen” morir a sus hijos. Y, segundo, el ingreso de maquinaria pesada del Cerrejón al Arroyo Bruno con la intención de desviar su cauce, lo que, por experiencia, ya ha producido desabastecimiento en otros casos.
En resumen, aquí hay mucha más tela para cortar que la simple versión de, “los indígenas no llevan a sus niños al médico”. Para nadie es un secreto que la industria minera mueve millones de dólares, y, de ahí, la evidente laxitud de las leyes para regular su impacto social. Por supuesto, multinacionales como el Cerrejón generan cientos de empleos, desarrollo e industria; pero ninguna práctica comercial debería poner en peligro la vida, y ¿si el Estado no nos protege de eso, entonces quién?.
Por mi parte, ¡me cansé de ver ataúdes blancos! por las calles y no decir nada.
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